flying colors | 2009


De adolescente, cada domingo surcaba el cielo el mágico DC8-62 de Braniff International, llegando a Ezeiza. Verlo era liberador. No recuerdo cuantas veces lo vi, pero los Flying Colors pintados por Alexander Calder disparaban en mí sueños y fantasías de un futuro diferente. He aqui una celebración al color.

Muestra en Centro Cultural Recoleta 2009

Flying Colors | Por José Luis Anzizar
No estoy seguro, pero creo que fue entre el 75 y el 77. Cada domingo, muy a pesar mío, remaba en el Río Lujan. A veces en un bote de ocho remeros y, ocasionalmente, en un single. Cada domingo la rutina era la misma. Mientras el timonel y el entrenador se esforzaban en motivarnos a punta de grito, yo, literalmente, estaba en las nubes. Si bien la anchura del río ayudaba a hacer más liviana la carga, me costaba estar en el agua. La combinación de una adolescencia a contramano, un deporte que se insinuaba pesado y esos gritos, no era lo que mejor me sentaba. Al evadirme con mis pensamientos, volaba. Miraba el cielo y soñaba con estar lejos. Bien lejos.

Cada domingo, también en forma rutinaria, surcaba el cielo mágico el DC-8-62 de Braniff International, llegando a Buenos Aires. Ver ese avión era liberador. Una brisa de aire fresco de la mano de una silueta sinuosa, sexy e increíblemente bella.  A veces eran los Flying Colors pintados por Alexander Calder. A veces, los otros brillantes colores de la flota.

No recuerdo cuantas veces lo vi, pero siento que fueron muchas, siempre reconfortantes. Ese avión disparaba en mí sueños y fantasías de un futuro diferente. Entre ellos, viajar y trabajar como tripulante, en un avión. Quizás mi deseo fue muy fuerte ya que, a lo largo de los treinta años que me separan de ese río, viajé y mucho. Y si bien nunca trabajé como tripulante, cumplí mi deseo al construir a “Reina”, una azafata muy tercermundista, en un bunker de Berlín, en 2005.

Gracias a Calder, descubrí que el río no era lo mío y que era posible seguir el camino deseado y no el impuesto. Flying Colors es una celebración al color, a la forma y a la fuerza con la que se materializan los deseos en tanto y en cuanto se los tenga.
Buenos Aires, 3 de Marzo de 2009

 

 

El contorno de su deseo | Por Daniel Molina
Histéricos irredentos, amamos lo que se nos resiste. La mayoría de los sueños en los que volamos son placenteros. Antes de que fuera posible el primer avión hubo milenios de contemplación de las estrellas. Antes de que la ciencia y la técnica hicieran posible el aparato que nos transporta a las nubes estuvo el mapa mental: la utopía del vuelo humano, diseñada por el arte.

El arte (soñar que volamos) nos hace otros y, en ese proceso, nos convierte en lo que más secreta y profundamente somos. Sin imaginación no hay vida; apenas una lenta duración sin espesor. Viajar (volar) es darnos la posibilidad de transformarnos más intensamente en lo que deseamos. Cuando visitamos otro país, lo primero que gozamos es la lejanía: esa distancia (física, cultural) que nos separa de nuestra experiencia cotidiana. Ese es el placer secreto del viaje. Ese, también, es el secreto del arte.

Desde niño, José Luis Anzizar ansiaba volar. Y lo logró cientos de veces. Pero más que volar quería ser aeromoza: vivir volando. Y no cualquier aeromoza, sino una que luciera los trajecitos que Emilio Pucci había diseñado para Braniff y que brillaban aún más en esos aviones que había pintado, a mediados de los 70, Alexander Calder: los Flying Colors.

Ese proyecto de Braniff era un flash. Condensaba un exceso de glamour, al mezclar -en dosis muy potentes- arte, placer, diseño y moda.

Gran parte de la obra que José Luis realizó en esta década está estrechamente ligada a su amor por el viaje. A través de planos de aeropuertos, de siluetas de aviones, de una paleta de tonos pastel, de bordados sobre servilletas que sobraron del último vuelo (manualidades de niño escolarizado, homenajes a las labores “femeninas”), José Luis dibuja el contorno de su deseo: ser otro. Ese otro que ya profundamente es. Vestido de azafata, no se trasviste sino que se desnuda. Muestra -en carne propia- su cicatriz luminosa.

Volar, desear, amar son transiciones entre lo que se es y lo que se espera (lo que desespera, también). Las figuras que José Luis usa en sus proyectos terminan funcionando como signos de un alfabeto pluridimensional. Cada avión dibujado, cada plano expandido, cada color fulgurante hablan de sí mismos (es decir: no dicen mucho más que lo que son a primera vista), pero, además, se abren a otros significados. Es el conjunto el que arma el relato, tal como sucede con el alfabeto latino: cada letra no dice más que lo que es –a, v, j- pero al unirse en palabras y, luego, al expandirse las palabras en frases se construye un mundo nuevo: se da sentido a este mundo.

Lo intenso de los “relatos” que arma José Luis es que no cierran. No marcan un lugar único ni narran una historia que tiene un final, porque antes tampoco tuvo un comienzo ni una intriga. Los mundos que él construye -a través de un “alfabeto” de aviones, instrucciones de vuelo, planos de aeropuertos y flying colors– son invitaciones: incitaciones.

Vestido de aeromoza (con ropa simil Pucci), José Luis recuerda a la Agrado (ese personaje de la película de Pedro Almodóvar Todo sobre mi madre, que interpreta Antonia San Juan). Con esta muestra, y tal como hace la Agrado ante el público del teatro al que le relata la historia de su vida -que es la historia de las intervenciones quirúrgicas y cosméticas que ha realizado sobre su cuerpo para ser como es-, José Luis puede decir, con total sinceridad: “Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”.

 

 

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